Esconden cocaína, guardan combustible y son paradisíacas. En el negocio del narcotráfico, una isla vale más que mil kilómetros de carretera. En Centroamérica, hay más de 100 mil, y cada año transitan por ellas el 90% de la droga de todo el mundo. Las autoridades han implantado radares que detectan aviones, retenes en todas las carreteras y centenares de controles aduaneros, postales y de envío, pero hay muy poca efectividad en la detección de lanchas rápidas. De Colombia a EEUU, todavía no hay fuerza policial, militar ni de inteligencia capaz de preservarlas vírgenes del tránsito del narco.
COLOMBIA: De San Andrés a Coney Island
Comprar la isla Norman’s Cay, en mitad de las Bahamas, era un sueño que Carlos Lehder tuvo en la cárcel. Así lo bautizó en honor a un pirata inglés del siglo XVI, al que le sirvió de refugio para traficar ron sin saber que sus cuevas serían después el nido del trasiego de cocaína que enriquecería a uno de los principales narcos colombianos. Tanto así que, en los años 80, la isla llegó a ser el punto de partida de tres de cada cuatro toneladas de la droga que se consumía en Estados Unidos.
Ya entonces Lehder cobraba $10.000 dólares a sus amigos del Cartel de Medellín por contratar sus servicios de envío a través de la isla. Cuenta la leyenda que, una vez delatado, y a modo de despedida, el 10 de julio de 1982 Lehder bombardeó Nassau, la capital de Bahamas, lanzando panfletos desde una avioneta en los que se podía leer: “DEA go home” (DEA vete a casa). Algunos de ellos iban acompañados de billetes de $100.
Cuando Lehder comenzó, nunca imaginó que sería tan sencillo utilizar la isla como soporte logístico para sus actividades ilícitas. No fue el primero, ni tampoco el último. Desde entonces, el efecto multiplicador de las narcoislas ha sido feroz: de San Andrés, el principal punto de salida de la droga colombiana, hasta Coney Island, el foco caliente de Nicaragua han replicado el ejemplo. Panamá, Costa Rica, Honduras, Nicaragua y México, lugares de tránsito insular, dan fe de ello. Sin embargo, para las autoridades, estos pequeños enclaves de arena, manglar y playa siguen siendo un punto flaco por el que se cuelan las pulgas.
PANAMÁ: un viaje por el paraíso
De Colombia a Honduras hay más de 580 millas náuticas. La geografía hace posible que no sea necesario para las go-fast penetrar las 12 millas de aguas territoriales panameñas, pero en todo ese espacio, “algún punto de reabastecimiento debe haber”, advierte Ramón Nonato López, comisionado de Operaciones del Servicio Aeronaval (SENAN).
Esta fuerza policial cuenta con ocho bases navales, ocho helicópteros operativos, y 24 embarcaciones que deben repartirse las tareas de detección de pesca ilegal, salvaguarda de las áreas protegidas, búsqueda y rescate y, además, crimen organizado. El gobierno actual prometió instalar 19 radares; 10 en el Pacífico y 9 en el Caribe, pero por ahora no hay ninguno activo. Este equipo es responsable de hacerse cargo de las 1.518 islas que bordean las costas de la geografía panameña: una misión imposible aunque se vanaglorien de haber colocado a Panamá el título de ‘país con más droga decomisada de Centroamérica’.
“Las islas son muy vulnerables; la mayoría están solas”, simplifica Carlos Chavarría, alcalde de Portobelo, en Costa Arriba de Colón, una de las zonas de mayor actividad. En lo que va de año se han incautado 14 toneladas de cocaína; el 80% de las operaciones se han dado gracias a información filtrada. Sin embargo, Nico, sentado en un tronco tumbado de la playa de Cuango, en la Costa Arriba, explica tranquilo: “Aquí, al sapo se le mata”.
Él lo ha hecho en cinco ocasiones. Ha esperado una llamada durante todo un día, ha elegido una isla, y después ha salido al mar a buscar el maná llegado del cielo. Al caer la noche se prepara junto a otros dos. No lleva nada; sólo una chaqueta para el frío. Un GPS los guía hasta un punto ‘x’ en mitad del mar, y allí hacen su trabajo. Apenas intercambian palabras, la droga pasa de un bote a otro, y después tardan 2 horas en recorrer lo que para ir les ha tomado 15 minutos. Llegan a la isla seleccionada y entierran la droga en un hueco que han cavado dos días antes. Los manglares son el lugar perfecto: vacíos y con tierra blanda. Al cabo de unos días, cinco o seis, realizan la misma operación, pero a la inversa. “Somos lo que llaman mulas”, explica Nico. Por cada viaje cobran $5,000 dólares. Por un mes trabajando en el kiosko del pueblo, diez veces menos.
Las islas ni siquiera son suyas; muchas veces no son de nadie. Pero hubo una época dorada donde los narcos eran los propios dueños de las islas. Rayo Montaño tenía tres; ‘las tres marías’. A él y a Urrego se las decomisaron y las convirtieron en bases aeronavales de las autoridades panameñas, aprovechando toda la infraestructura que ya estaba armada.
Un paraíso de 365 islas
Benito sólo es una mula en Gunayala, pero también tiene su propia isla, en la que celebra las mismas fastuosas fiestas de narco de los ochenta que aparecen en las novelas. En esta comarca indígena hay una isla por cada día del año, aunque sólo 47 están habitadas.
Los locales, indígenas gunas, no cultivan coca, ni producen su droga, ni siquiera la transportan. Pero una buena parte de los habitantes vive de ella. Se han visto beneficiados por la geografía; aquella tierra que los conquistadores les usurparon, hoy es la envidia de los piratas modernos, los que buscan un lugar donde esconderla, enfriarla o esquivar a la policía. Las islas de Gunayala se han convertido en un enclave imprescindible para el narcotráfico; aisladas de la vigilancia perpetua de la policía y rodeadas de unos pobladores ávidos de pescar las migajas que dejan a su paso.
Hace 16 años, la comarca fue declarada zona de pobreza extrema. En aquel entonces un kilo de cocaína costaba de $100 a $150 dólares, y estas islas ya comenzaban a formar parte del circuito de la droga en Centroamérica. Hoy las autoridades hablan de que hay un stock de billetes de $100 dólares que no pueden gastar ni canjear fuera de la comarca sin que la sospecha pese sobre ellos. Trato de entrevistar a un guna que supuestamente se dedica a transportar droga dentro de la comarca, pero me pide $6.000 dólares para darme la entrevista.
No manejan cifras pequeñas, como tampoco es poca la droga que las autoridades han decomisado en la zona. Aunque no poseen la cifra exacta, el comisionado Nonato López advierte que es la zona “más caliente” de la parte insular de Panamá.
En una lancha rápida se puede llegar fácilmente desde Puerto Obaldía, en la frontera con Colombia, hasta Cartí, el extremo norte de Gunayala, en menos de ocho horas. Lleno de ríos e islas deshabitadas, Gunayala se posiciona como un enclave estratégico para ocultarse durante el día, enfriar la droga en sus manglares, o simplemente repostar gasolina.
Ayer, las autoridades de fronteras que custodian la comarca decomisaron una lancha con dos personas y diez bultos de droga, de entre 25 y 30 kilos cada uno. En menos de 24 horas, los pescadores de la zona se preparan para ‘pescar’ los otros que debieron haber tirado al mar; la droga negra. Después, otras mulas de la Costa Arriba, a menos de una hora en lancha rápida, vienen a por ella y se la compran.
En 2013, el SENAN y el SENAFRONT han decomisado 20 lanchas; seis de ellas no portaban droga, pero estaban dirigidas por inmigrantes sin documentación alguna que les identificara; dejan de ser potenciales casos de narcotráfico para convertirse en meros procesos de inmigración ilegal, por lo que no se investigan, explica el comisionado.
En toda la historia del narcotráfico, Panamá sólo ha detectado un submarino en sus aguas nacionales, y lo hizo porque Costa Rica venía persiguiéndolo y le pasó el dato. El exfiscal antidroga, Rosendo Miranda, cuenta que el narcotráfico tiene solución, pero si se detuviera toda la droga que transita por las islas panameñas se paralizaría el país. “¿O cómo crees que se explican estos rascacielos, y que el país haya crecido a un ritmo del 10%?”.
HONDURAS: Las islas de la Bahía
Más que turismo de playa
Habían ocultado los 31 fardos entre unas maderas desvencijadas. Llevaban tres días acosados por los operativos que la Fuerza Naval hondureña estaba realizando en La Mosquitia, en el Caribe, para encontrar los 775 kilos de cocaína que habían llegado a Caratasca. Las pistas apuntaban a los hermanos Kork Anderson y Antonino Oscarealis Wrist Lucas, originarios de Roatán, enclave principal de las Islas de la Bahía.
Habían ocultado la lancha de dos motores, cada uno de 200 caballos de fuerza y 25 pies de largo en Cayos Vivorillo, una zona marítima con muchos islotes que los narcotraficantes usan para ocultarse. Llevaban, por si acaso, unos ocho barriles de combustible. Ellos, también por si acaso, no portaban documentos.
“Fue un operativo intenso de búsqueda que logró buenos resultados”, dijo el ministro de Defensa, Marlon Pascua, que informó que la droga sería traslada a Islas de la Bahía, al norte de Honduras, y luego a Estados Unidos. Pero Pascua sabe que lo más probable es que los hermanos queden en libertad y sin cargos. Él mismo reconoce que “normalmente estas personas son puestas en libertad por malos procedimientos”.
Al igual que en Panamá, los Cayos Vivorillo, con escasa vigilancia policial y militar, son un punto obligado del tránsito caribeño de la droga. En la zona hay más de diez cayos, islotes y bancos de arena ubicados en la provincia de Gracias a Dios, fronteriza con Nicaragua.
Por Honduras pasa el 79% de la cocaína que llega a México desde Sudamérica, según las autoridades. En los últimos meses los narcotraficantes han cambiado sus rutas para introducir drogas a Honduras para luego trasladarla a Estados Unidos. Aquí se forma lo que el Departamento de Estado de EEUU conoce como el triángulo de la droga.
La ruta costera esparce las vías de acceso marítimas, y dentro de Honduras no descartan la existencia de minicarteles de la droga en Roatán (la isla más grande), Útila y Guanaja, en el Mar Caribe; y al sur con Nicaragua. Honduras ha pasado de ser puente de los narcos, a constituirse en un depósito de la droga.
Bajo el pretexto de promover el turismo, las Islas de la Bahía se han quedado sin dueño. La presencia policial se convierte en ausencia, y gran parte del tráfico de droga que viene por las rutas marítimas, desemboca en ellas sin sufrir ningún tipo de acoso como sucede en otras zonas.
En estas tres islas está concentrado el 90% de la flota pesquera hondureña, según fuentes oficiales. Los pescadores han aprendido a canjear en alta mar los mariscos y langostas que pescan por la droga que viene de Colombia, particularmente de las islas de San Andrés.
Según analistas, los pescadores regresan a las Islas de la Bahía sin el producto pescado, pero con mucha droga. Esta droga empieza a ser utilizada como moneda de pago. En la medida que la droga se utilice para pagar en especie los servicios del traficante local, se producen esos flujos pequeños, pero a la vez importantes, de droga que circula dentro del territorio nacional, estimulando el consumo local.
El esquema es similar a otros países de la región: una zona desatendida, una población olvidada y agitada por la pobreza, y un mercado turístico muy interesante. De acuerdo con el CEINCO, el Centro de información de las Fuerzas Armadas, en La Mosquitia la mayor parte de la población apoya, participa y encubre esta actividad. Pero las autoridades no pueden criminalizar la pobreza.
La compra de tierras es el siguiente síntoma. Con pasaporte colombiano, algunos sospechosos de narcotráfico están comprando propiedades en los departamentos de Gracias a Dios, Colón y en toda la zona del litoral atlántico hondureño. Hasta las agencias de bienes raíces norteamericanas promueven la venta de propiedades en las playas de las Islas de la Bahía sin ningún control por parte de las autoridades sobre el origen de los dineros de quienes las adquieren.
BELICE: territorio de Zetas y Maras
Belice es la visagra. Con islas ubicadas entre los linderos de México y Guatemala, se ha convertido en un nido para el cargamento de drogas y de armas que cruzan parte del Río Hondo, por donde atraviesan diversas islas y cayos conocidos en el sureste del país, donde operan otras células de los carteles mexicanos, como la Organización de los Beltrán Leyva, que ha llevado su influencia a zonas turísticas como Cancún, en Quintana Roo.
Inter-American Dialogue ubica que las mayores operaciones de los carteles se realizan en las selvas del Petén y Los Cayos –una cadena de 450 pequeñas islas coralinas– para traficar droga, personas, armas, maderas y animales exóticos.
La turística isla Cozumel, considerada como uno de los 18 puntos de conexión para el envío de drogas a otras partes del país, es un claro ejemplo. La red de Joaquín Guzmán Loera, conocido como “El Chapo” Guzmán, se encarga de ello.
Rodeado de países con problemas de seguridad, Belice ha visto incrementar su criminalidad como consecuencia del trasiego de la droga; en 2012 registró 146 asesinatos en un país que apenas está habitado por 321.115 personas; lo que se traduce en 44 homicidios por cada 100 mil habitantes. El doble que en México.
MÉXICO: el fin de un viaje y el inicio de otro
En México las costas y las islas se encuentran desprotegidas por las autoridades. Por eso pueden ocurrir sucesos como el encontrar que una isla sea vendida a un exgobernador, que se incendie una isla entera o que sea utilizada por el crimen organizado para cargar y descargar combustible o droga.
El pasado mes de abril la Cámara de Diputados aprobó una ley que permite la compra de terrenos isleños a extranjeros con un amplio limbo jurídico sobre los márgenes legales. El narco mexicano ha sabido aprovechar estos huecos y la falta de personal y de recursos que se invierten en las más de 240 islas que existen en las costas mexicanas. Incluso, algunos lugareños como los de la Laguna de Tamiahua, en Veracruz, aseguran que los narcotraficantes las toman como un espacio para su descanso.
En 6 años, de 2006 a 2012, la Secretaría de Marina realizó un total de 308.195 operaciones navales, en las que participaron 19.070 agentes para custodiar los 11.592 kilómetros de costas en tierra firme e islas que posee el país. Se inspeccionaron 321.266 embarcaciones, se aseguraron 485 y 1.511 infractores fueron detenidos; 615 indocumentados.
Aunque los datos parezcan sustento suficiente de la lucha contra el narcotráfico, la realidad es otra. La Secretaría de Marina presentó un documento ante la Comisión Anticorrupción en el que apuntaba que “los marinos podrían sustraer estupefacientes asegurados para quedarse con una parte; permitir la fuga de personas involucradas en el tráfico ilícito de drogas; o consentir actividades ilícitas que afecten los recursos marítimos nacionales”. De hecho, un documento del área de Inteligencia de la Subsecretaria de Seguridad Pública Federal revela que los traficantes consideran “más seguras las rutas marítimas”.
La falta de protección de estas islas es tal, explica Carmona Lara, que no existe ni siquiera un padrón confiable de ellas.
Cargar y descargar combustible
Durante años, las autoridades ya sean municipales, estatales o incluso federales, no cuentan con la capacidad humana y los medios físicos para dar la vigilancia necesaria, pese a que la Secretaría de Marina junto con las investigaciones desarrolladas en las cortes de Estados Unidos dan cuenta de la utilización de los mares mexicanos para cargar y descargar combustible en zonas que aparentemente se encuentran alejadas de las zonas terrestres.
Raúl Santos Galván, quien fuera vicealmirante de la Secretaría, reconoce que “México es un país con cientos de islas y la Secretaría de la Marina, con los medios a su disposición, hace vigilancia, pero es necesario dotarla de mejores equipos” para combatir a los criminales, pues éstos cuentan con botes cada vez más sofisticados para realizar sus operaciones ilícitas.
El mismo sector pesquero se ha visto afectado por las vedas que se imponen de manera paulatina en la zona del Golfo bajo el argumento de evitar a toda costa el tráfico de drogas. Esta zona es más estrecha y con distancias más cortas, lo que la hace también la más vigilada. Los operativos constantes y el acecho militar revisando todas las embarcaciones han perjudicado a los pescadores que habitan en la zona de Tamiahua, Veracruz, donde la Armada de México y el Ejército detuvieron el flujo económico con la veda impuesta para la recolección del pepino de mar, entre otros.
Pese a todo, el atractivo de la región pacífica es irresistible para el narco. Un paraíso de extenso litoral y poco equipo de vigilancia, hacen el trayecto propicio no solo para la cocaína de Centroamérica, sino también de la pseudoefedrina y otros activadores de drogas sintéticas, con rumbo al norte del país.
Además de evitar la zona del Sur y Sureste, altamente peligrosas por la presencia de “tumbadores” y grupos rivales del crimen organizado, los narcotraficantes mexicanos eligen el Pacífico por una razón inigualable: entre islotes, islas y playas vírgenes, los sitios para esconderse son infinitos. Los kilómetros costeros del Pacífico triplican a los del Atlántico.
Narcotiburones
Quien empezó con esa modalidad fue Pedro Díaz Parada, ‘el Cacacique de Oaxaca’ a quien se le atribuían acciones vía aérea y terrestre. Después empezó con el uso de las lanchas rápidas, las llamaban “los Barracudas”. En 1985 fue detenido y sentenciado a 33 años de prisión.
El ingenio para adentrar droga a México no paraba. Uno de los hallazgos más impresionantes se dio el 17 de junio de 2009, cuando dentro de 20 tiburones se encontró más de una tonelada de coca procedente de Colombia.
De los tiburones pasaron a los submarinos. En Salina Cruz, Oaxaca, se llevó a cabo el decomiso de un sumergible procedente de Colombia con un total de 22 toneladas de cocaína. Era un descubrimiento en el Pacífico. Por el Golfo de México –con trayectos más cortos– era toda una costumbre.
Desafíos entre fronteras
Ante el extenso litoral que se abre de Guatemala a Estados Unidos, la Secretaría de la Marina se ha centrado a custodiar las costas de los estados de Oaxaca –donde se han producido la mayor cantidad de decomisos–; el estado de Guerrero, donde abunda el narcomenudeo, y mantiene una base en el puerto de Manzanillo, aunque con menos lanchas rápidas y más buques guardacostas.
Es ahí, en el paso hacia el norte, donde la droga multiplica su precio, se cobra con sangre y atraviesa las venas abiertas de un país que la demanda de forma incesante. Se produce así la paradoja: el control más férreo es el último, en la frontera con Estados Unidos. Hasta entonces la droga ha transitado a sus anchas, sin más cortapisa que las corrientes de mar y los tumbes policiales. Así se cierra el círculo; droga que sube y dinero que baja.